A 30,000 pies de altura, a bordo del Air Force One.
A 30,000 pies de altura sobre el Pacífico, a bordo del Air Force One, es indudable que el presidente Barack Obama tuvo mucho tiempo el pasado jueves para cavilar sobre los días que pasó en Asia durante la última semana... después de todo, siete mil millas de viaje son bastantes y durante el retorno desde Seúl a Washington D.C. -sin Michelle- no todo sería ver películas y conversar con su secretario de prensa Robert Gibbs.
La gira -con escalas en Japón, Singapur, China y Corea del Sur- tenía precisamente en la tercera de esas estaciones la fuente más grande de incertidumbres y expectativas, con el referente histórico obligado de la visita que Richard Nixon hizo a Pekín en febrero de 1972, encuentro que en su momento se consideró como una coyuntura decisiva en la historia mundial destinado -en el discurso oficial- a restablecer las relaciones con China, rotas desde 1950, cuando las tropas comunistas de Mao Zedong atacaron las fuerzas de la ONU en Corea del Sur encabezadas por Estados Unidos.'
De la misma manera que seguramente Nixon lo hizo hace más de 37 años de vuelta a la Casa Blanca, Obama debe haber reflexionado largamente sobre los resultados de su gira antes de que el avión presidencial aterrizase en la Base Andrews de Maryland, pasando revista a las ambiciosas intenciones con las que se marchó, a contrapunto con los discretos resultados que lo acompañaron en el regreso.
Si bien la agenda de Obama en Japón, Singapur y Corea del Sur se cumplió conforme a lo esperado, con acuerdos razonables en cuestiones poco épicas de seguridad y comercio, el libreto en China enfrentó considerables escollos en asuntos cruciales que pusieron de relieve el incuestionable cambio de equilibrio en las fuerzas que rigen las relaciones entre uno de los países más jóvenes del mundo -Estados Unidos- y China, cuya historia de cinco milenios no es un lastre para la evidente escalada de su economía y la -preocupante para muchos- consolidación de su poderío militar, bonanza divorciada de la crisis y la zozobra que han arropado al resto del mundo durante el último año.
Con poco más de cuatro veces la población de Estados Unidos -1,300 millones de habitantes- China se ha encumbrado en la última década en renglones donde antes la supremacía estadounidense era incuestionable, o bien, ha crecido a un ritmo vertiginoso, mientras que en otros, donde Estados Unidos aún se mantiene a la vanguardia, la brecha comienza a cerrarse o su crecimiento se ha desacelerado.
Ejemplos son las reservas en divisas.
En el año 2000, Estados Unidos tenía $31,000 millones en este apartado, mientras que China poseía $166,000 millones. A octubre de este año, Estados Unidos alcanzó los $47,000 millones, lo que representa un crecimiento del 50%. China por su parte, al mismo término, tenía un caudal de $2,273 billones -sí, billones- para una tasa de crecimiento del 1,273%.
Asimismo, la balanza comercial china -que en el 2000 mostraba un superávit de $28,000 millones, con un déficit estadounidense de $422,000 millones- finalizó el 2008 con un superávit de $267,000 millones (841% más que en el 2000) mientras que el déficit de Estados Unidos se hundía en la histórica cifra de los $853,000 millones (más del doble que ocho años antes).
Por si esto fuera poco, China se ha convertido en el principal acreedor de los Estados Undos al poseer cerca de $800,000 millones en bonos del Tesoro.
Cuando Obama partió hacia el este el jueves antepasado, su agenda en China contemplaba la discusión con su homólogo Hu Jintao de temas que a través de los años han probado ser punzantes espinas entre ambos países, como la presión impuesta por Pekín para aislar Taiwán, el gasto militar de China -a un ritmo sostenido promedio del 16% anual-, la especulación con el renminbi -la moneda china de curso legal cuya unidad básica es el yuan- para abaratar sus exportaciones, los derechos humanos, Irán y el Tíbet.
En cada uno de estos asuntos, Jintao se ciñó a lo que pareció un libreto hábilmente articulado, con intenciones vagas, sin asumir compromisos concretos a los planteamientos de Obama.
La percepción generalizada es que el presidente estadounidense acudió a esta cita con la quizá cándida confianza de que el carisma que lo llevó a la Casa Blanca -y que tanta simpatía internacional le ha ganado- podría cautivar a su colega chino, quien -sin dejar de ser cortés con su visitante, al grado que le vació para su disfrute en soledad sendos sectores de la Gran Muralla y de la Ciudad Prohibida- mantuvo el corazón a una distancia prudente.
A la luz de estas realidades, parece muy oportuno preguntarse: ¿quién necesita más al otro? ¿Estados Unidos a China o viceversa?
La respuesta parece haberla dado Xue Chen, un investigador de asuntos estratégicos del Instituto Shangai para Estudios Internacionales, cuando expresó esta semana, según lo cita The New York Times: “Los Estados Unidos tienen muchas cosas que pedirle a China pero, por otro lado, ellos tienen muy poco que ofrecer a China”.
A propósito: el viaje de Nixon a Pekín en 1972 tuvo otra razón, más urgente y menos conspicua: lograr que los chinos persuadieran a los norvietnamitas de llegar a una paz honorable que permitiera a Estados Unidos retirarse dignamente de Vietnam.
Todos sabemos cual fue el resultado de este intento.
Quizás Obama también pensó en esto... a 30,000 pies de altura sobre el Pacífico, a bordo del Air Force One.