Quizá conviene recordar que todo empezó en una persona.
En una sola persona, en la otra punta del mundo, en un lugar sin ni siquiera conexión aérea directa con el resto del planeta.
Y, desde ahí, un solo virus microscópico ha logrado paralizar el mundo entero, provocando la mayor crisis humana y económica en un siglo.
En tan solo tres meses.
Un planeta encerrado en casa. 250.000 fallecidos oficiales. Cientos de millones de puestos de trabajo perdidos.
Desde una sola persona.
Y el mundo ya es una fiesta para algunos desde el primer día de la fase preeliminar de la desescalada.
Quizá es que no hemos visto suficientes ataúdes.
O que no hemos visto suficientes personas muriendo solas, las más afortunadas con un sanitario cogiéndoles la mano en los últimos instantes de vida.
O que no hemos visto suficientes familias llorando a sus muertos en la soledad de sus casas, sin ni siquiera el consuelo del último adiós.
O que no hemos visto una bolsa de cadáveres tras otra, saliendo de los hospitales o de las casas y llegando a las morgues.
O que no hemos visto el miedo de los médicos y enfermeros a ir al hospital.
O que no hemos visto a suficientes sanitarios muertos.
O que no hemos visto a enfermos sufriendo en los fríos suelos de los pasillos de urgencias.
O que no hemos visto las lágrimas de los familiares que dejaban a los enfermos en las puertas de un hospital sin saber si lo volverían a ver.
O que no estamos viendo suficientes personas en la cola de un comedor social.
O que no estamos viendo a suficientes personas sin trabajo.
¿Qué más tiene que pasar para que todo el mundo se conciencie de que esto no se ha acabado?
Y sí, esto también va por el tipo que ayer en la frutería del supermercado iba sin mascarilla y se puso a escoger pieza por pieza con la cara a un palmo de la comida.
Porque, si no nos comportamos como si todos pudiéramos contagiar, o contagiarnos, si no extremamos las precauciones, volveremos a estar igual. Y no habrá quien nos rescate.
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