¿Haití existe?
Hasta que la furia de la naturaleza sacudió la capital haitiana, el pasado 12 de enero, y la devastó, ¿quién hablaba de Haití? ¿Quién se acordaba de Haití y su eterna agonía?
Por LEONARDO PADURA / LA HABANA
Haití fue el primer país independiente de América Latina. La colonia francesa de Saint-Domingue, que ocupaba la mitad occidental de la isla de La Española, vio en los años finales del siglo XVIII arder los cafetales y plantaciones de caña que tanta riqueza le habían dado a la metrópoli europea. El fuego lo pusieron los negros esclavos, traídos de África o ya nacidos en la colonia, quienes tuvieron la osadía de pensar que el sueño iluminista de que la libertad, la igualdad y la fraternidad eran posibles para los hombres, también los concernía a ellos, los más explotados y desiguales. Pero hombres al fin y al cabo.
El reto lanzado al mundo y a la historia por los negros y ex esclavos haitianos al parecer fue demasiado audaz y pronto se revertiría como una maldición secular. Desde entonces Haití sería territorio de invasiones y ocupaciones, de dictaduras y violencia, de miseria, dolor, ignorancia, miedo y fanatismo.
Derrotados los sueños y la utopía, Haití se convertiría en una ventana del infierno sobre la faz de la tierra.
Haití es el país más pobre del hemisferio occidental, el más analfabeto, el más asolado por la violencia y las enfermedades, el más hambreado e insalubre. Nueve millones de hombres, mujeres y niños, casi todos negros, viven en un pedazo de tierra esquilmado y agreste, donde periódicamente aflora la violencia del modo en que se expresa entre los más pobres, incultos y desposeídos: de manera radical y sin límites. En Haití, cada día, mueren de hambre, desnutrición, enfermedades curables y de desolación cientos de niños, ancianos, mujeres.
Hasta que la furia de la naturaleza sacudió la capital haitiana, el pasado 12 de enero, y la devastó, dejando una cifra todavía impredecible de muertos y heridos, ¿quién hablaba de Haití? ¿Quién se acordaba de Haití y su eterna agonía?
Hoy los gobiernos de muchos países expresan su dolor y entregan su solidaridad humanitaria a un país desolado. Gracias a un terremoto que parece salido de entre las maldiciones del Apocalipsis (aunque una ira así no puede ser divina), se habla de Haití, se ayuda a Haití, se recuerda a Haití. El auxilio que llega y llegará al país seguramente salvará vidas, alimentará hambrientos y abrigará a desposeídos. Pero, cuando pase la ola ¿quién seguirá ayudando a Haití?
Las decenas de miles de muertos que hoy yacen bajo los escombros de una ciudad pobrísima, en las fosas abiertas de cualquier manera y hasta en las mismas calles de la ciudad conmueven de una manera especial. Pero, ¿y los que morían de hambre y desesperanza un día antes, a quién conmovían?
Ahora, cuando se habla de Haití, se deberían utilizar palabras que no sólo fueran de condolencia, sino también, y sobre todo, de esperanza: Haití necesita de la ayuda que le llega hoy, pero igual de la que reclamaba desde mucho antes, la ayuda que le permita salir de su ancestral miseria, de su ignorancia compacta, de su pobreza, que son tan y hasta más devastadoras que el más devastador de los terremotos.
La furia de la naturaleza nos ha recordado a todos que Haití existe. Ojalá mañana, cuando la tragedia salga de los titulares de los periódicos y de los reclamos de los organismos internacionales, cuando estos muertos de hoy hayan sido sepultados, no nos olvidemos de que Haití seguirá existiendo, pobre y misérrimo, y que su gente seguirá muriendo si no se cambia el destino trágico que un mundo injusto le deparó a los herederos de aquellos esclavos que hace dos siglos lucharon por la libertad, la igualdad y la fraternidad entre los hombres. Como si fuera posible.
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domingo, 17 de enero de 2010
HAITI. LA MALDICION NEGRA O LA MALDICION BLANCA....
Este artículo de Eduardo Galeano fue publicado en abril de 2004
Eduardo Galeano 16-1-2010
www.kaosenlared.net/noticia/haiti-la-maldicion-blanca
Haití: la maldición Blanca
Este artículo de Eduardo Galeano fue publicado en abril de 2004 en varios periódicos latinoamericanos. Su conmovedor relato de la historia de Haiti duele aún más en estos días en que el mundo decidió volver a mirar al país más pobre del hemisferio. Como dice Galeano al final, Haití "aún espera las manos de su gente", por las manos de todos aquellos que tengan conciencia y corazón.
LA MALDICIÓN BLANCA
Eduardo Galeano
El primer día de este año, la libertad cumplió dos siglos de vida en el mundo. Nadie se enteró, o casi nadie. Pocos días después, el país del cumpleaños, Haití, pasó a ocupar algún espacio en los medios de comunicación; pero no por el aniversario de la libertad universal, sino porque se desató allí un baño de sangre que acabó volteando al presidente Aristide.
Haití fue el primer país donde se abolió la esclavitud. Sin embargo, las enciclopedias más difundidas y casi todos los textos de educación atribuyen a Inglaterra ese histórico honor. Es verdad que un buen día cambió de opinión el imperio que había sido campeón mundial del tráfico negrero; pero la abolición británica ocurrió en 1807, tres años después de la revolución haitiana, y resultó tan poco convincente que en 1832 Inglaterra tuvo que volver a prohibir la esclavitud.
Nada tiene de nuevo el ninguneo de Haití. Desde hace dos siglos, sufre desprecio y castigo. Thomas Jefferson, prócer de la libertad y propietario de esclavos, advertía que de Haití provenía el mal ejemplo; y decía que había que “confinar la peste en esa isla”. Su país lo escuchó. Los Estados Unidos demoraron sesenta años en otorgar reconocimiento diplomático a la más libre de las naciones. Mientras tanto, en Brasil, se llamaba haitianismo al desorden y a la violencia. Los dueños de los brazos negros se salvaron del haitianismo hasta 1888. Ese año, el Brasil abolió la esclavitud. Fue el último país en el mundo.
Haití ha vuelto a ser un país invisible, hasta la próxima carnicería. Mientras estuvo en las pantallas y en las páginas, a principios de este año, los medios trasmitieron confusión y violencia y confirmaron que los haitianos han nacido para hacer bien el mal y para hacer mal el bien.
Desde la revolución para acá, Haití sólo ha sido capaz de ofrecer tragedias. Era una colonia próspera y feliz y ahora es la nación más pobre del hemisferio occidental. Las revoluciones, concluyeron algunos especialistas, conducen al abismo. Y algunos dijeron, y otros sugirieron, que la tendencia haitiana al fratricidio proviene de la salvaje herencia que viene del Africa. El mandato de los ancestros. La maldición negra, que empuja al crimen y al caos.
De la maldición blanca, no se habló.
La Revolución Francesa había eliminado la esclavitud, pero Napoleón la había resucitado:
—¿Cuál ha sido el régimen más próspero para las colonias?
—El anterior.
—Pues, que se restablezca.
Y, para reimplantar la esclavitud en Haití, envió más de cincuenta naves llenas de soldados.
Los negros alzados vencieron a Francia y conquistaron la independencia nacional y la liberación de los esclavos. En 1804, heredaron una tierra arrasada por las devastadoras plantaciones de caña de azúcar y un país quemado por la guerra feroz. Y heredaron “la deuda francesa”. Francia cobró cara la humillación infligida a Napoleón Bonaparte. A poco de nacer, Haití tuvo que comprometerse a pagar una indemnización gigantesca, por el daño que había hecho liberándose. Esa expiación del pecado de la libertad le costó 150 millones de francos oro. El nuevo país nació estrangulado por esa soga atada al pescuezo: una fortuna que actualmente equivaldría a 21,700 millones de dólares o a 44 presupuestos totales del Haití de nuestros días. Mucho más de un siglo llevó el pago de la deuda, que los intereses de usura iban multiplicando. En 1938 se cumplió, por fin, la redención final. Para entonces, ya Haití pertenecía a los bancos de los Estados Unidos.
A cambio de ese dineral, Francia reconoció oficialmente a la nueva nación. Ningún otro país la reconoció. Haití había nacido condenada a la soledad.
Tampoco Simón Bolívar la reconoció, aunque le debía todo. Barcos, armas y soldados le había dado Haití en 1816, cuando Bolívar llegó a la isla, derrotado, y pidió amparo y ayuda. Todo le dio Haití, con la sola condición de que liberara a los esclavos, una idea que hasta entonces no se le había ocurrido. Después, el prócer triunfó en su guerra de independencia y expresó su gratitud enviando a Port-au-Prince una espada de regalo. De reconocimiento, ni hablar.
En realidad, las colonias españolas que habían pasado a ser países independientes seguían teniendo esclavos, aunque algunas tuvieran, además, leyes que lo prohibían. Bolívar dictó la suya en 1821, pero la realidad no se dio por enterada. Treinta años después, en 1851, Colombia abolió la esclavitud; y Venezuela en 1854.
En 1915, los marines desembarcaron en Haití. Se quedaron diecinueve años. Lo primero que hicieron fue ocupar la aduana y la oficina de recaudación de impuestos. El ejército de ocupación retuvo el salario del presidente haitiano hasta que se resignó a firmar la liquidación del Banco de la Nación, que se convirtió en sucursal del Citibank de Nueva York. El presidente y todos los demás negros tenían la entrada prohibida en los hoteles, restoranes y clubes exclusivos del poder extranjero. Los ocupantes no se atrevieron a restablecer la esclavitud, pero impusieron el trabajo forzado para las obras públicas. Y mataron mucho. No fue fácil apagar los fuegos de la resistencia. El jefe guerrillero, Charlemagne Péralte, clavado en cruz contra una puerta, fue exhibido, para escarmiento, en la plaza pública.
La misión civilizadora concluyó en 1934. Los ocupantes se retiraron dejando en su lugar una Guardia Nacional, fabricada por ellos, para exterminar cualquier posible asomo de democracia. Lo mismo hicieron en Nicaragua y en la República Dominicana. Algún tiempo después, Duvalier fue el equivalente haitiano de Somoza y de Trujillo.
Y así, de dictadura en dictadura, de promesa en traición, se fueron sumando las desventuras y los años.
Aristide, el cura rebelde, llegó a la presidencia en 1991. Duró pocos meses. El gobierno de los Estados Unidos ayudó a derribarlo, se lo llevó, lo sometió a tratamiento y una vez reciclado lo devolvió, en brazos de los marines, a la presidencia. Y otra vez ayudó a derribarlo, en este año 2004, y otra vez hubo matanza. Y otra vez volvieron los marines, que siempre regresan, como la gripe.
Pero los expertos internacionales son mucho más devastadores que las tropas invasoras. País sumiso a las órdenes del Banco Mundial y del Fondo Monetario, Haití había obedecido sus instrucciones sin chistar. Le pagaron negándole el pan y la sal. Le congelaron los créditos, a pesar de que había desmantelado el Estado y había liquidado todos los aranceles y subsidios que protegían la producción nacional. Los campesinos cultivadores de arroz, que eran la mayoría, se convirtieron en mendigos o balseros. Muchos han ido y siguen yendo a parar a las profundidades del mar Caribe, pero esos náufragos no son cubanos y raras veces aparecen en los diarios.
Ahora Haití importa todo su arroz desde los Estados Unidos, donde los expertos internacionales, que son gente bastante distraída, se han olvidado de prohibir los aranceles y subsidios que protegen la producción nacional.
En la frontera donde termina la República Dominicana y empieza Haití, hay un gran cartel que advierte: El mal paso.
Al otro lado, está el infierno negro. Sangre y hambre, miseria, pestes.
En ese infierno tan temido, todos son escultores. Los haitianos tienen la costumbre de recoger latas y fierros viejos y con antigua maestría, recortando y martillando, sus manos crean maravillas que se ofrecen en los mercados populares.
Haití es un país arrojado al basural, por eterno castigo de su dignidad. Allí yace, como si fuera chatarra. Espera las manos de su gente.
Tomado de: Página/12, Buenos Aires, domingo 4 de abril de 2004.
David Hernández-Palmar.
Wayuu. Clan IIPUANA
Eduardo Galeano 16-1-2010
www.kaosenlared.net/noticia/haiti-la-maldicion-blanca
Haití: la maldición Blanca
Este artículo de Eduardo Galeano fue publicado en abril de 2004 en varios periódicos latinoamericanos. Su conmovedor relato de la historia de Haiti duele aún más en estos días en que el mundo decidió volver a mirar al país más pobre del hemisferio. Como dice Galeano al final, Haití "aún espera las manos de su gente", por las manos de todos aquellos que tengan conciencia y corazón.
LA MALDICIÓN BLANCA
Eduardo Galeano
El primer día de este año, la libertad cumplió dos siglos de vida en el mundo. Nadie se enteró, o casi nadie. Pocos días después, el país del cumpleaños, Haití, pasó a ocupar algún espacio en los medios de comunicación; pero no por el aniversario de la libertad universal, sino porque se desató allí un baño de sangre que acabó volteando al presidente Aristide.
Haití fue el primer país donde se abolió la esclavitud. Sin embargo, las enciclopedias más difundidas y casi todos los textos de educación atribuyen a Inglaterra ese histórico honor. Es verdad que un buen día cambió de opinión el imperio que había sido campeón mundial del tráfico negrero; pero la abolición británica ocurrió en 1807, tres años después de la revolución haitiana, y resultó tan poco convincente que en 1832 Inglaterra tuvo que volver a prohibir la esclavitud.
Nada tiene de nuevo el ninguneo de Haití. Desde hace dos siglos, sufre desprecio y castigo. Thomas Jefferson, prócer de la libertad y propietario de esclavos, advertía que de Haití provenía el mal ejemplo; y decía que había que “confinar la peste en esa isla”. Su país lo escuchó. Los Estados Unidos demoraron sesenta años en otorgar reconocimiento diplomático a la más libre de las naciones. Mientras tanto, en Brasil, se llamaba haitianismo al desorden y a la violencia. Los dueños de los brazos negros se salvaron del haitianismo hasta 1888. Ese año, el Brasil abolió la esclavitud. Fue el último país en el mundo.
Haití ha vuelto a ser un país invisible, hasta la próxima carnicería. Mientras estuvo en las pantallas y en las páginas, a principios de este año, los medios trasmitieron confusión y violencia y confirmaron que los haitianos han nacido para hacer bien el mal y para hacer mal el bien.
Desde la revolución para acá, Haití sólo ha sido capaz de ofrecer tragedias. Era una colonia próspera y feliz y ahora es la nación más pobre del hemisferio occidental. Las revoluciones, concluyeron algunos especialistas, conducen al abismo. Y algunos dijeron, y otros sugirieron, que la tendencia haitiana al fratricidio proviene de la salvaje herencia que viene del Africa. El mandato de los ancestros. La maldición negra, que empuja al crimen y al caos.
De la maldición blanca, no se habló.
La Revolución Francesa había eliminado la esclavitud, pero Napoleón la había resucitado:
—¿Cuál ha sido el régimen más próspero para las colonias?
—El anterior.
—Pues, que se restablezca.
Y, para reimplantar la esclavitud en Haití, envió más de cincuenta naves llenas de soldados.
Los negros alzados vencieron a Francia y conquistaron la independencia nacional y la liberación de los esclavos. En 1804, heredaron una tierra arrasada por las devastadoras plantaciones de caña de azúcar y un país quemado por la guerra feroz. Y heredaron “la deuda francesa”. Francia cobró cara la humillación infligida a Napoleón Bonaparte. A poco de nacer, Haití tuvo que comprometerse a pagar una indemnización gigantesca, por el daño que había hecho liberándose. Esa expiación del pecado de la libertad le costó 150 millones de francos oro. El nuevo país nació estrangulado por esa soga atada al pescuezo: una fortuna que actualmente equivaldría a 21,700 millones de dólares o a 44 presupuestos totales del Haití de nuestros días. Mucho más de un siglo llevó el pago de la deuda, que los intereses de usura iban multiplicando. En 1938 se cumplió, por fin, la redención final. Para entonces, ya Haití pertenecía a los bancos de los Estados Unidos.
A cambio de ese dineral, Francia reconoció oficialmente a la nueva nación. Ningún otro país la reconoció. Haití había nacido condenada a la soledad.
Tampoco Simón Bolívar la reconoció, aunque le debía todo. Barcos, armas y soldados le había dado Haití en 1816, cuando Bolívar llegó a la isla, derrotado, y pidió amparo y ayuda. Todo le dio Haití, con la sola condición de que liberara a los esclavos, una idea que hasta entonces no se le había ocurrido. Después, el prócer triunfó en su guerra de independencia y expresó su gratitud enviando a Port-au-Prince una espada de regalo. De reconocimiento, ni hablar.
En realidad, las colonias españolas que habían pasado a ser países independientes seguían teniendo esclavos, aunque algunas tuvieran, además, leyes que lo prohibían. Bolívar dictó la suya en 1821, pero la realidad no se dio por enterada. Treinta años después, en 1851, Colombia abolió la esclavitud; y Venezuela en 1854.
En 1915, los marines desembarcaron en Haití. Se quedaron diecinueve años. Lo primero que hicieron fue ocupar la aduana y la oficina de recaudación de impuestos. El ejército de ocupación retuvo el salario del presidente haitiano hasta que se resignó a firmar la liquidación del Banco de la Nación, que se convirtió en sucursal del Citibank de Nueva York. El presidente y todos los demás negros tenían la entrada prohibida en los hoteles, restoranes y clubes exclusivos del poder extranjero. Los ocupantes no se atrevieron a restablecer la esclavitud, pero impusieron el trabajo forzado para las obras públicas. Y mataron mucho. No fue fácil apagar los fuegos de la resistencia. El jefe guerrillero, Charlemagne Péralte, clavado en cruz contra una puerta, fue exhibido, para escarmiento, en la plaza pública.
La misión civilizadora concluyó en 1934. Los ocupantes se retiraron dejando en su lugar una Guardia Nacional, fabricada por ellos, para exterminar cualquier posible asomo de democracia. Lo mismo hicieron en Nicaragua y en la República Dominicana. Algún tiempo después, Duvalier fue el equivalente haitiano de Somoza y de Trujillo.
Y así, de dictadura en dictadura, de promesa en traición, se fueron sumando las desventuras y los años.
Aristide, el cura rebelde, llegó a la presidencia en 1991. Duró pocos meses. El gobierno de los Estados Unidos ayudó a derribarlo, se lo llevó, lo sometió a tratamiento y una vez reciclado lo devolvió, en brazos de los marines, a la presidencia. Y otra vez ayudó a derribarlo, en este año 2004, y otra vez hubo matanza. Y otra vez volvieron los marines, que siempre regresan, como la gripe.
Pero los expertos internacionales son mucho más devastadores que las tropas invasoras. País sumiso a las órdenes del Banco Mundial y del Fondo Monetario, Haití había obedecido sus instrucciones sin chistar. Le pagaron negándole el pan y la sal. Le congelaron los créditos, a pesar de que había desmantelado el Estado y había liquidado todos los aranceles y subsidios que protegían la producción nacional. Los campesinos cultivadores de arroz, que eran la mayoría, se convirtieron en mendigos o balseros. Muchos han ido y siguen yendo a parar a las profundidades del mar Caribe, pero esos náufragos no son cubanos y raras veces aparecen en los diarios.
Ahora Haití importa todo su arroz desde los Estados Unidos, donde los expertos internacionales, que son gente bastante distraída, se han olvidado de prohibir los aranceles y subsidios que protegen la producción nacional.
En la frontera donde termina la República Dominicana y empieza Haití, hay un gran cartel que advierte: El mal paso.
Al otro lado, está el infierno negro. Sangre y hambre, miseria, pestes.
En ese infierno tan temido, todos son escultores. Los haitianos tienen la costumbre de recoger latas y fierros viejos y con antigua maestría, recortando y martillando, sus manos crean maravillas que se ofrecen en los mercados populares.
Haití es un país arrojado al basural, por eterno castigo de su dignidad. Allí yace, como si fuera chatarra. Espera las manos de su gente.
Tomado de: Página/12, Buenos Aires, domingo 4 de abril de 2004.
David Hernández-Palmar.
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