Situación mundial de la iglesia cuando Trujillo llegó al poder
By mediaIslaPublished: May 15, 2010
Posted in: La senda
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José Tobías Beato | A principios de la década del treinta, la Iglesia ensayaba caminos que le permitieran ejercer la universalidad de su doctrina. Tuvo aciertos, también errores, y a fe que iba a costar mucho deslindar viejas alianzas y corregir antiguas manías.
El cristianismo es esencialmente internacionalista. Predica la fraternidad humana, exige la ayuda mutua universal y no acepta el particularismo de las naciones sino en la medida en que sirve al bien general de la humanidad. Jacques Leclerc
Para 1930 la Iglesia pasaba en el mundo, particularmente en Europa, tiempos gravísimos. Era como un náufrago que con desesperación trataba de salir de las aguas profundas, y sin embargo, al asomar a la superficie, no se aferraba a cualquier tabla que lo sostuviera: antes por el contrario, era bien selectivo.
En esos tiempos era Papa Pío XI (1922-1939). Este Papa había convenido con el rey Víctor Manuel III la firma del Pacto de Letrán (1929), por el cual la Iglesia perdía legalmente los llamados Estados Pontificios, que desde 1870 estaban de hecho en manos del gobierno italiano y que la Iglesia había controlado por más de mil años. Logró compensaciones económicas por ello, naturalmente, al tiempo que el Papa perdía su condición de ‘prisionero’ en Roma. La Iglesia se comprometía a la neutralidad en cualquier conflicto internacional, y se creaba el estado independiente de La Ciudad del Vaticano, del cual el Papa sería en lo adelante plenamente el soberano.
También debe añadirse que décadas antes, y en lucha contra diferentes frentes, el Papa Pío IX había proclamado la infalibilidad papal y que en la Alemania de Bismarck había surgido un grupo llamado “Cultura y Lucha” (Kulturkampf) que obligó al matrimonio civil, deslindó los campos entre el gobierno y la Iglesia, quedó expulsada la orden más combativa de ella, la Compañía de Jesús —los temidos jesuitas— e incluso envió a la cárcel a buen número de obispos y sacerdotes. La libertad de la Iglesia era bien relativa. Parte de esa problemática fue resuelta por el Concordato de 1933 entre Hitler y Pío XI. Pero la segunda guerra mundial estaba a las puertas: los violentos estaban al mando, y ya nadie quería oír razones que no fueran las de la pólvora y la sangre, y solamente el dolor que ésta provocaría los haría volver parcialmente al terreno de la cordura. A su vez, de esta cordura nacería una nueva especie de arrogantes: los que poseían poder atómico.
En Francia, el caso del oficial francés de origen judío, Alfred Dreyfus, originó en el curso de unos cuantos años un gran escándalo que terminó con graves consecuencias para las fuerzas político-sociales que lo condenaron. Acusado en 1893 de espionaje a favor de Alemania, fue condenado a prisión de por vida en “La Isla del Diablo” de la Guayana Francesa. El proceso tuvo que ser reabierto al descubrirse que el ejército había falsificado las pruebas y que el verdadero culpable era un tal Charles Esterházy, acusado por el teniente coronel Picquart. Unidos por el antisemitismo y algo más, el juicio enfrentó a la derecha, al ejército y la Iglesia de un lado, contra los sectores republicanos liberales e intelectuales como el ensayista Charles Péguy, el novelista y gran humanista Anatole France, y sobre todo Zola con su célebre artículo periodístico Y’accuse, “yo acuso”. Dreyfus fue absuelto de todos los cargos. La derecha y el ejército terminaron desprestigiados y la Iglesia vio consumada la separación oficial del Estado francés, al que había estado unido desde siglos atrás, pese a cortos períodos de desgajamiento.
La revolución bolchevique en Rusia había convertido al nuevo estado soviético no solamente en socialista, sino en oficialmente ateo. El marxismo se hacía sentir fuertemente en todo el continente europeo, y tenía simpatías en medio mundo a través de la Segunda Internacional, y luego a partir de la Tercera, más agresiva y de corte leninista.