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Perú, una derrota segura 7 junio, 2021
Keiko Fujimori y Pedro Castillo sobrevivieron a una primera vuelta mediocre que aniquiló a los candidatos que en teoría partían como favoritos en las elecciones de Perú. En otros comicios, sus escasos porcentajes ni siquiera les hubieran valido para quedar entre los cuatro primeros lugares. La política peruana es una timba con una constante segura: la resistencia del fujimorismo.
El centro político fue diezmado porque sus líderes abrazaron un discurso republicano que nunca empató con el humor nacional de un país hecho despojos tras la crisis sanitaria y política.
Éramos un cementerio de incredulidad y sospechas, porque tras los escándalos de Lava Jato y el Vacunagate, todo vestigio de fe en nuestra dirigencia quedó dinamitado.
El abismo social peruano, aquel del que habló el historiador Jorge Basadre como una de las razones para caer derrotados aplastantemente contra Chile en la Guerra del Pacífico, volvió a agrietarse con mayor hondura tras la pandemia.
La pobreza alcanzó al 30% de los peruanos, recreando un escenario propicio para el ascenso de los discursos populistas. La narrativa oficial de la segunda vuelta en el Perú nos ha contado una serie de hipérboles inexactas sobre la verdadera disputa en juego.
Se ha dicho que el balotaje entre Castillo y Fujimori era la batalla de la defensa de la democracia contra el comunismo totalitarista, la reyerta entre la extrema derecha que se enfrentaba a la izquierda radical, la lucha entre el modelo económico que se debatía contra el plan estatista.
Todas estas visiones pasan por alto que esta segunda vuelta ha sido esencialmente un enfrentamiento entre los defensores del sistema y sus detractores. Los defensores se perciben como triunfadores del conjunto de ideas liberales que ha gobernado el Perú en los últimos 30 años desde las reformas aplicadas por Alberto Fujimori.
En cambio, los detractores, algunos que incluso se han beneficiado de la prosperidad económica, denuncian el pecado mortal del modelo peruano: el “hortelanismo” (un concepto desarrollado por el politólogo peruano Alberto Vergara y predicado por el expresidente Alan García, que ponía énfasis en hacer “uso de los recursos que no utilizamos” para prosperar, pero en donde “la preocupación por el Estado de derecho, la democracia o las instituciones brilla por su ausencia”).
El hortelanismo ha regado su estela de ninguneo político por las regiones y las zonas rurales del Perú, donde jamás nos preocupamos de construir instituciones políticas inclusivas.
Keiko Fujimori rayó rápidamente la cancha colocándose como defensora del modelo y el único giro que ensayó fue el clientelista (bonos y reparto del canon minero).
Nunca le escuchamos encarnar en propuestas concretas aquello que predicó como “el cambio hacia adelante”.
Jamás criticó a las élites, dejando ese espacio libre para Castillo. Recibió el respaldo del establishment en pleno, más que por convicción, por instinto de supervivencia.
Incluso viejos opositores que enarbolaron la bandera del antifujimorismo como Mario Vargas Llosa se le unieron.
Pero también la han acompañado líderes políticos de la derecha como César Acuña, Hernando de Soto y Rafael López Aliaga, y la mayoría de medios de comunicación se inclinaron con notoriedad a su favor (aunque hay que reconocer que Castillo, sea por limitaciones o por estrategia decidió esquivar muchas entrevistas).
En el afán de detener la emergencia de Castillo muchas redacciones y canales de televisión cayeron rendidos ante Keiko y se convirtieron casi en medios propagandísticos, a los que se sumaron los más importantes conductores de espectáculos, programas de reality en horario estelar y hasta algunos seleccionados de fútbol.
Así ha sido esta campaña electoral: se han politizado hasta los espacios más seculares que unían con alfileres nuestra autoestima colectiva como el fútbol, que tanto nos apiñó en el Mundial de Rusia 2018.
El jueves pasado, cuando Colombia nos goleó, en muchos hogares hasta se gritaron los goles cafeteros: a ese grado de histeria colectiva nos ha conducido la campaña electoral.
Pedro Castillo, en cambio, prefirió una campaña artesanal en la que abusó del mitin político y más de una vez entonó un discurso que desafió la existencia no solo del modelo económico, sino de instituciones fundamentales para la democracia como la Defensoría del Pueblo y el Tribunal Constitucional.
Si algo preocupa a estas alturas en Castillo, no es su radicalismo, sino su improvisación, su incapacidad de construir una propuesta congruente. Dilapidó un capital político que lo distanciaba entre 12 y 20 puntos de Keiko Fujimori, y lo hizo con esfuerzo.
Hasta el fin de semana pasado no sabíamos quiénes finalmente formaban parte de su equipo. Nos ha dicho que el líder de su partido, Vladimir Cerrón, no será ni portero en su Gobierno, cuestión que resulta inverosímil.
Cerrón, con una condena judicial firme por delitos de corrupción, es el autor intelectual del plan de Gobierno marxista-leninista que intentó morigerar Castillo en el tramo final, y que parece sacado de una biblioteca estalinista antes de la caída del muro.
Es, sin ninguna duda, el personaje más oscuro dentro de otros tantos que acompañaron al profesor Castillo. Sin embargo, se ha alimentado de años de indiferencia política.
Ha recibido el respaldo de los miembros de la izquierda progresista de Verónika Mendoza a quienes Cerrón despreció ostentosamente en la primera vuelta, pero los ha vuelto a convocar al redil para reforzar un equipo que se caía a pedazos.
Aun así, el respaldo más importante que ha garantizado su aguante a pesar de un terrible desempeño en la segunda vuelta, ha provenido del partido político más grande del Perú: el antifujimorismo.
Tras el cierre de las urnas, el conteo rápido al 100% de Ipsos-Perú, la empresa encuestadora que históricamente ha acertado con mayor precisión en las elecciones del país, arrojó un 50,2 % para Castillo y un 49,8% para Fujimori.
En este conteo se reúne una muestra representativa de actas reales en todo el Perú y también en las mesas del exterior. Con un margen de error del 1%, se trata de un empate estadístico en toda regla.
El reporte oficial de la Oficina Nacional de Procesos Electorales, al 68,18% de actas procesadas, mostró a Fujimori liderando con un 52,48% mientras Pedro Castillo obtenía un 47,52%, con una gran mayoría de las actas procesadas de las zonas urbanas, pero en las que faltaba la mayor parte del voto rural y el extranjero. Una timba con final incierto.
Hace 141 años, un 7 de junio, Francisco Bolognesi decidió defender heroicamente el morro de Arica ante las fuerzas chilenas que superaban ampliamente en número a la resistencia peruana. Aquella guerra no sólo mermó nuestra economía y territorio, sino que hirió nuestra alma colectiva.
Un 7 de junio del 2021 los peruanos estamos aquí como entonces, arrastrados a un abismo social al que nos ha arrojado una segunda vuelta sin cuartel, donde el clasismo y el racismo han campeado impunemente y donde todas las costuras que han remendado nuestra democracia en los últimos 20 años comienzan a descoserse.
Es la hora de los sensatos, aquellos que no se hayan precipitado fanáticamente y que podrán tender los puentes, porque sea quien sea el vencedor, el fracaso es cierto si no curamos heridas.
A estas alturas, al próximo Gobierno le deseo, más que asegurar reformas ambiciosas en el Perú, que perviva.
Hay que asegurar que los remiendos democráticos no se rompan. O sobrevivimos como república o nos precipitamos por el barranco, cuando la moneda sigue aún en el aire; de lo contrario, Perú se acerca a una derrota segura.
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